domingo, 20 de diciembre de 2015

Sólo nos queda la palabra

Los profesionales de la arqueología están en pie de guerra contra el intrusismo profesional que sufren todas aquellas profesiones en las que el voluntariado puede suplir en parte las funciones del profesional, como es el caso de la profesión de asistente social. Y en este totum revolutum de peticiones justas surgen opiniones absurdas dignas de figurar en las antologías del disparate, como que sólo el arqueólogo está legitimado para investigar e interpretar el pasado.

Respecto a la legitimación para investigar, sobre el pasado o lo que sea, de momento cualquier persona puede hacerlo por su cuenta y riesgo, y tiene derecho no sólo a ello, sino también a dar su opinión y a expresarla libremente, independientemente de su titulación, y de la credibilidad que vaya a otorgársele. Otra cosa es la especial protección del patrimonio cultural y arqueológico, en virtud de la cual no se permiten alteraciones de dichos bienes, prospecciones furtivas, excavaciones no autorizadas, etc. Pero no hay nada que impida, ya digo, por el momento, darse un paseo no invasivo, fotografiar un petroglifo, leer la bibliografía que se estime oportuna, llegar a las conclusiones a las que se pueda, según la capacidad de cada cual, y llegado el caso, publicarlas. Como no hay nada que impida, de momento, la existencia del periodismo de divulgación e investigación, con magníficos reportajes realizados por profesionales no titulados en las disciplinas que divulgan.

Cuando se dice que sólo el arqueólogo puede interpretar el pasado, se nos niega a los demás, profesionales y no profesionales de las ciencias sociales, la capacidad crítica y de enjuiciamiento. Además, se pervierte el objeto de la arqueología, que no es la interpretación de los restos, sino su extracción y presentación estratificada. El análisis de los restos corresponde a otros profesionales, al historiador, al antropólogo... El arqueólogo realizará la excavación y podrá llegar a unas conclusiones que tal vez expondrá o quedarán en un cajón (la mayor parte de las veces), y sus conclusiones podrán ser aceptadas o no por la comunidad científica y la sociedad, de legos, sí, pero no carentes de capacidad crítica. Es lo que tienen las ciencias sociales, que no son exactas y formulan hipótesis, por lo que siempre caben alternativas.

Pero aquí, en el asunto del profesional más legitimado para reconstruir el pasado, el gran olvidado es el filólogo, puesto que su objeto de estudio es la lengua, vehículo del pensamiento, nada menos que el único instrumento vivo que nos conecta directamente con nuestro pasado más remoto como especie. El Indiana Jones de la filología no estudia vestigios mudos de civilizaciones, sino un elemento vivo, en el que todavía laten ecos de arcaicas estructuras de pensamiento, leyendas, cosmogonías, antiquísimos nombres de lugar que integran un peculiar registro arqueológico transparente sólo para él, incomprensible para los demás. A veces, en los estudios arqueológicos se incluye una relación de topónimos como seña de la interdisciplinariedad del trabajo; en realidad bastaría con hacerse al revés, pues un estudio filológico completo (toponimia, folklore) haría innecesaria la excavación, que sólo vendría a corroborarlo. Hace unos días apareció en A Coruña una canalización del siglo XIX en la calle Riego de Agua, ¿con ese nombre podría no haber habido una canalización, primitivo alcantarillado o albañal, en dicha calle? 

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