lunes, 28 de diciembre de 2015

Excelsas centollas célticas

Fernando Cabeza Quiles en su último libro sobre la toponimia celta de Galicia tiene un interesante capítulo dedicado a esclarecer la etimología del microtopónimo que da nombre a la cueva del Rei Cintoulo, cuya lectura me ha recordado que a mí los nombres del Rei Cintoulo y el de la reina del marisco, la centolla, siempre me han parecido de estirpe y sabor célticos, tanto como que los pongo en relación con el nombre del padre del arverno Vercingetorix, Celtillus o Celtullus, que llevaba un nombre de pila céltico a más no poder. 

Se cree que el significado etimológico del término celta guarda relación con celsus y excelsus, "sublime, elevado, noble", definición que se aplica perfectamente a la carne de la excelsa centolla, y tal vez a los autoproclamados excelsos celtas. Este etnónimo ha originado desde la antigüedad antropónimos como Celtullus o Celtius; y por lo que respecta al primero de ellos, en virtud de la evolución documentada celt- > cent- (cfr. Celtas en la onomástica) se obtendría el resultado Centullo o Centollo, nombre que portaban varios señores de Bearn (Centulli) como continuadores de una tradición onomástica que hundiría sus raíces en un pretendido o verídico pasado celta.

Aquí por lo menos dos reyes, tres si contamos a Cintoulo, el godo Suintila y el suevo Hermengario, fueron denominados Cintollo, Cintolla o Cintolo (Eladio Rodríguez, Diccionario enciclopédico gallego), de lo que parece deducirse que el apelativo se les aplicaba precisamente por su condición real y excelsa, como al mítico rey, excelso y céltico habitante de la cueva mindoniense del Rei Cintoulo.

Topónimos: Centulle (A Laracha).


Un consejo con la centolla: que siempre sea celtulla o excelsa, es decir, gallega. Feliz 2016!

domingo, 27 de diciembre de 2015

Celas, A Vinxeira

Antes que un establecimiento eremítico el latín cella designaba una bodega (cella vinaria, sobre todo, pero también las había mellaria y granaria). Y el glosario de Du Cange en la entrada cellerium recoge como única acepción del término la de "cella vinaria". Por ello no hay que descartar que la toponimia de esta serie haya nombrado en primer lugar, antes que pequeños monasterios, establecimientos rurales agrícolas galaico-romanos dedicados a la elaboración y almacenamiento de vino. En particular Celas de Peiro (Culleredo), conocida por ubicarse en ella la torre medieval de A Vinxeira, podría ser uno de estos enclaves por su situación próxima a la villa romana de Cambre y a la necrópolis tardorromana de A Hermida (Luengo, Sepulcro romano hallado en el lugar de la Hermida, BRAG, 1942), además de que el topónimo A Vinxeira sugiere una forma bajolatina vinageria, "contenedor donde se guarda el vino". Para rematar, entre ambos lugares de A Vinxeira Grande y A Vinxeira Pequena se sitúan los de As Bodegas y A Viña. Todo ello sugiere que en la zona de Celas se ubicó, como decíamos, una villa tardorromana con torre, como la portuguesa de Centum Cellas, que daría paso a la estructura medieval de pazo con torre adosada, de la que hoy solo queda la torre, pues el pazo fue demolido el siglo pasado.


Perfecto y enigmático tímpano de la ermita de Santo Estevo de Culleredo en Tarrío, siglo XII. Una cruz latina de brazos con extremos trilobulados sobre un fondo de líneas entrecruzadas que representan esquemáticamente las armae Christi, tema inspirado según Yves Christe por los trofeos y estandartes militares romanos. No se descarta que haya sido en sus inmediaciones donde se descubrió la tumba romana descrita por Luengo.

lunes, 21 de diciembre de 2015

La décima ola

¿Qué no habrá dicho Murguía en su obra Galicia sobre el baño de las nueve ondas que se toma en la playa de A Lanzada en la medianoche de San Juan? Lo dijo casi todo. Habló del celta Taliesín, hijo de la novena onda, de la mágica medida del espacio que usaban los irlandeses para expresar la distancia protectora que debía separarlos del enemigo (situado más allá de la novena ola), del carácter simbólico del número nueve, producto de la multiplicación de tres por tres, número este último "sagrado entre los arios", de la creencia de los cristianos irlandeses en el milagroso poder protector de la distancia espacio temporal que separa nueve ondas. Expuso todo esto, pero se dejó en el tintero a la décima ola.

La décima ola u onda decumana es una antiquísima tradición marinera, una creencia según la cual el tamaño de las olas iba aumentando progresivamente desde la primera, que rompe en la orilla, a la décima, ya en alta mar, hinchada, plena y con una enorme potencia destructora. Tras ella, con la undécima, volvería a comenzar el ciclo de las diez olas que, según se creía, regulaba el flujo del océano.

En Portugal Nossa Sehora das Areas de Aveiro protegía a los navegantes "daquella decumana onda, que soverte os navios" (Santuário mariano, P. Agostinho de Santamaria). Tal era la superstición en torno a ella que Ovidio evitaba nombrarla: "fluctus supereminet omnes, posterior nono est, undecimoque prior" = "la ola que se alza por encima de las demás, la que es posterior a la novena, y precede a la undécima". Y Sebillot tenía anotado que en la Charente algunos marinos creían que la décima ola era la que se remontaba más alto (Le folklore de France. Vol. 2: La mer et les eaux douces).

En este contexto supersticioso, que trata de evitar el tsunami de la décima onda, se entiende que el ciclo de las otras nueve, ese espacio-tiempo que las separa, es una distancia de seguridad protectora, aunque muy al límite con la novena que ya presagia el fin de un ciclo y el comienzo de otro, tal vez con ese nuevo Taliesín que confían en engendrar las bañistas de A Lanzada.

El límite espacial y protector de la novena onda en la cultura céltica no se explica sin tener en cuenta el tabú supersticioso que pesa sobre la destructiva y última décima ola que forma la tempestad decumana, la tormenta perfecta.


Bibliografía: Alberro, El paradigma céltico de las nueve olas (Anuario Brigantino, 2005). 

domingo, 20 de diciembre de 2015

Ribereños amnésicos. El Río del Olvido

Witczak plantea en su artículo El Río del Olvido que el hidrónimo galaico-lusitano Limia / Lima, conocido por los romanos como Oblivio, "olvido", y por los griegos como Lethe, "olvido", aunque proviene de una base hidronímica paleoeuropea *leim-, "inundar", fue considerado por los propios galaicos y ya en la antigüedad como relacionado con términos provenientes de la raíz indoeuropea *ghleim, "olvidar". Es decir, Limia, Oblivio y Lethe significarían lo mismo en tres lenguas distintas, el olvido, la pérdida de la memoria.

Pero no hay necesidad de irse a las paleolenguas reconstruidas para evidenciar la relación lingüística entre los ríos y la pérdida de memoria; esta se debe a la homofonía entre el latín amnensis "ribereños, que habitan a lo largo de un río", un derivado del latín amnis, "río", y el griego amnesis, "pérdida de memoria, amnesia". Los primeros contactos de los colonos griegos con los romanos provocarían la confusión, entendiendo los griegos que los amnensis que habitaban junto al Limia eran amnésicos, tal vez por suponer que sus aguas tenían la propiedad de borrar la memoria del que las bebía, como las aguas de su río Lethes.

Las escasas y ambiguas muestras de folclore local que recoge Leite de Vasconcelos en su Religiões da Lusitania respecto a la capacidad del Limia u otros ríos portugueses de provocar amnesia no apuntan precisamente al carácter indígena de esta creencia, que se encuadrará en el mundo grecorromano, reactivada por el equívoco lingüístico que hemos presentado.

Sólo nos queda la palabra

Los profesionales de la arqueología están en pie de guerra contra el intrusismo profesional que sufren todas aquellas profesiones en las que el voluntariado puede suplir en parte las funciones del profesional, como es el caso de la profesión de asistente social. Y en este totum revolutum de peticiones justas surgen opiniones absurdas dignas de figurar en las antologías del disparate, como que sólo el arqueólogo está legitimado para investigar e interpretar el pasado.

Respecto a la legitimación para investigar, sobre el pasado o lo que sea, de momento cualquier persona puede hacerlo por su cuenta y riesgo, y tiene derecho no sólo a ello, sino también a dar su opinión y a expresarla libremente, independientemente de su titulación, y de la credibilidad que vaya a otorgársele. Otra cosa es la especial protección del patrimonio cultural y arqueológico, en virtud de la cual no se permiten alteraciones de dichos bienes, prospecciones furtivas, excavaciones no autorizadas, etc. Pero no hay nada que impida, ya digo, por el momento, darse un paseo no invasivo, fotografiar un petroglifo, leer la bibliografía que se estime oportuna, llegar a las conclusiones a las que se pueda, según la capacidad de cada cual, y llegado el caso, publicarlas. Como no hay nada que impida, de momento, la existencia del periodismo de divulgación e investigación, con magníficos reportajes realizados por profesionales no titulados en las disciplinas que divulgan.

Cuando se dice que sólo el arqueólogo puede interpretar el pasado, se nos niega a los demás, profesionales y no profesionales de las ciencias sociales, la capacidad crítica y de enjuiciamiento. Además, se pervierte el objeto de la arqueología, que no es la interpretación de los restos, sino su extracción y presentación estratificada. El análisis de los restos corresponde a otros profesionales, al historiador, al antropólogo... El arqueólogo realizará la excavación y podrá llegar a unas conclusiones que tal vez expondrá o quedarán en un cajón (la mayor parte de las veces), y sus conclusiones podrán ser aceptadas o no por la comunidad científica y la sociedad, de legos, sí, pero no carentes de capacidad crítica. Es lo que tienen las ciencias sociales, que no son exactas y formulan hipótesis, por lo que siempre caben alternativas.

Pero aquí, en el asunto del profesional más legitimado para reconstruir el pasado, el gran olvidado es el filólogo, puesto que su objeto de estudio es la lengua, vehículo del pensamiento, nada menos que el único instrumento vivo que nos conecta directamente con nuestro pasado más remoto como especie. El Indiana Jones de la filología no estudia vestigios mudos de civilizaciones, sino un elemento vivo, en el que todavía laten ecos de arcaicas estructuras de pensamiento, leyendas, cosmogonías, antiquísimos nombres de lugar que integran un peculiar registro arqueológico transparente sólo para él, incomprensible para los demás. A veces, en los estudios arqueológicos se incluye una relación de topónimos como seña de la interdisciplinariedad del trabajo; en realidad bastaría con hacerse al revés, pues un estudio filológico completo (toponimia, folklore) haría innecesaria la excavación, que sólo vendría a corroborarlo. Hace unos días apareció en A Coruña una canalización del siglo XIX en la calle Riego de Agua, ¿con ese nombre podría no haber habido una canalización, primitivo alcantarillado o albañal, en dicha calle? 

domingo, 13 de diciembre de 2015

Riazor

Según don Edelmiro Bascuas el topónimo Riazor (A Coruña, Porto do Son y Oza dos Ríos) junto con Riazó y Riazón "son variantes fonéticas de un diminutivo romance *Riuaceólum, del latín riuus, "río"" (Estudios de hidronimia paleoeuropea gallega, pg. 152). Siendo la hipótesis hidronímica incontestable, sí conviene matizarla: riazzo en italiano, según Domenico Guglielmini, se oponía a rivolo precisamente por ser el riazzo de mayor tamaño que el rivolo (Della natura de'fiume, 1697).

Parece que esta serie de hidrónimos se origina a partir de un morfema derivativo apreciativo, compuesto del despectivo -azo < -aceus + el aumentativo -ón. No serían, por lo tanto, diminutivos del latín riuus, equiparables al español riachuelo, como pensaba el profesor Bascuas, sino aumentativos de riuus, comparables con el español riachón.

Lugar de Riazor en Porto do Son, ubicado junto a la desembocadura del río.

Asimismo, en A Coruña, extramuros de la ciudad y en la esquina sur de la ensenada del Orzán se situaba el río de Riazor, hoy cegado o canalizado, pero que ha dejado su huella en la microtoponimia de la ciudad (playa de Riazor, estadio de Riazor).

Plano de 1810 que muestra el río de Riazor extramuros, desembocando al sur de la ensenada del Orzán (por cortesía de Pancho Gallego).

Finalmente, ha de descartarse la aparente relación del topónimo Riazor con el ave denominada azor, y si acaso, formularlo como compuesto de ri-, forma apocopada proveniente del latín riuus, "río", más el hidrónimo paleoeuropeo Astur, base que aparece en la península ("Asturam flumen") y en el Lacio (Astura / Stura).

sábado, 12 de diciembre de 2015

Andrade y Tardinhade

De Castro Álvarez y López Sangil, en su estudio sobre el origen de la familia Andrade, "Genealogía de los Andrade", Cátedra. Revista eumesa de estudios, nº 7, formulan la pregunta del millón sobre el nombre que nos ocupa: ¿qué fue antes, el topónimo o el antropónimo? Es decir, conviene averiguar si el solar eumés tomó su nombre del apellido, o si por el contrario el topónimo pasó a integrarse en el nombre familiar para indicar su vinculación al territorio.

Los autores se inclinan por considerar que fue el topónimo el que se incorporó al nombre familiar, siendo un fenómeno bastante común a partir del siglo XIII la incorporación de topónimos a los apellidos. Como única hipótesis onomástica mencionan la de Isidoro Millán, que consideraba Andrade un topónimo céltico, de hecho vinculado con el irlandés ráth, "fortificación instalada sobre mota artificial y rodeada de foso y parapeto de tierra", comparable, en lo que respecta a este formante, con el galo Argentorate. El primer elemento, ande-, sería para Millán González-Pardo un prefijo aumentativo (Toponimia del concejo de Pontedeume y cartas reales de su puebla y alfoz, 1985, pg. 47-60).

A pesar de la sugerente propuesta de este último autor, también cabría considerar que Andrade, y muy especialmente el Andrade eumés, sea un topónimo procedente del latín antenatus, "nacido antes (de un matrimonio anterior), hijastro". Antenatus ha originado en los romances peninsulares varias soluciones del grupo triconsonántico que se produce al perderse la vocal pretónica: ant(e)nado / andnado > andrado / andado / alnado / adnado / annado. Mientras que su conservación es responsable de las formas más corrientes, entenado o enteado. En el siguiente documento de Celanova el nombre propio Antenato lo lleva precisamente el hijastro, por lo que se trata de un nombre propio motivado, "nostra mulier, abent filios IIIes; et alio nostro nomine suo Antenato Argivastro", y en otro documento de 1145, Coimbra, "ego Pelagius Filiol et uxor mea Maria Petriz ac mee antenate Maria Bella et Tarasia sive frater illarum Martinus", se establece la relación entre los hermanastros, entre las hijas entenadas y su hermano.

Es muy posible, pues, que el patronímico Antenati haya originado el topónimo eumés Andrade < antenati, "(propiedad) del entenado o hijastro", que denotaría el solar donde tuvo su asiento esta estirpe misteriosamente vinculada a la de los Freire, apellido que a su vez vuelve a reflejar relaciones de parentesco al proceder del latín fratre, "hermano". La estrecha relación entre ambas familias se pudo producir por el hecho de haber sido el primer Freire con respecto al primer Andrade, fratrem antenati > Freire de Andrade, esto es, hermano del entenado.

Otros topónimos Andrade de la zona que abarcó el señorío de Andrade, como Penandrade (Ferrol) o A Pena de Andrade (Moeche), denotarán la pertenencia del territorio a estos señores feudales eumeses, mientras que los Andrade de Toén, San Amaro y Santiago, aún teniendo el mismo origen etimológico en el latín antenati, harán referencia a otros entenados sin relación de parentesco con la casa de Andrade eumesa.

A Antenatus suele oponérsele el antropónimo Tardenatus, "nacido el último", aunque Antenatus no tenga el sentido de primogénito, sino el de nacido de un matrimonio anterior; en cualquier caso, Tardenatus también ha originado algún topónimo en el país vecino, como Tardinhade < Tardenati, "(villa) de un tal Tardenato".