El incidente en la sauna
Fragmento de mi novela corta, inédita e inconclusa, que lleva el título provisional 408.
El pequeño campamento de caza estaba situado junto al río, en la zona más baja de la falda de la montaña. Lo protegía un alto parapeto de tierra apisonada sobre el que crecía abundante vegetación; tras éste, un profundo foso que había que descender con precaución y un último vallum. En el centro del sistema defensivo, y ocupando un crestón natural, se cobijaba un grupo de seis hogares rectangulares de muros construidos con lajas de pizarra y techos, asimismo, de losas de pizarra aseguradas al sobrado de tablas mediante gruesos espigotes de madera. En la otra ladera del crestón se escondía una única construcción semisubterránea con forma abovedada, cuya cúpula se había armado según la técnica de aproximación de las sucesivas hileras de pizarra que la formaban, hasta converger en un vértice.
El grupo de cazadores atravesó el campamento siendo saludado por las mujeres que lo atendían. Loumiña molía dulces castañas secas con un molino de mano y apenas levantó la vista, para evitar la fugaz mirada de Cloudio. Los dos hombres mayores se miraron divertidos al comprender el verdadero motivo del vehemente discurso del joven sobre la naturaleza del amor. Puede que comenzase dirigido veladamente a Níger, pero el muchacho también estaba pensando en sí mismo.
Las mujeres se ocuparon del despiece del animal separando aquellas partes destinadas a la elaboración de embutidos de las que se iban a consumir inmediatamente. Un grupo de hombres volvía al campamento desde el río con varias docenas de truchas para freír en manteca sobre piedras calentadas al fuego, y a lo lejos se oía el sonido que producía el roncón de una tibia utricularis al ser ajustado. Allí se estaba preparando un banquete, y el motivo, si es que aquellas gentes necesitaban uno, les estaba esperando en el balneum.
La toga abandonada de cualquier manera en el banco del atrio indicaba que su cuñado se había acercado a hacerles una de sus raras visitas estivales, tal vez con importantes nuevas sobre su Imperio. Los tres hombres se miraron intranquilos y mucho menos alegres. Se desnudaron y penetraron en la penumbra de la sauna atravesando la monolítica entrada de piedra decorada con un sogueado en relieve. Los recibieron el mórbido Aelio y el cálido vapor que se producía al arrojar agua de romero sobre las ardientes piedras calentadas en el pequeño horno del fondo; se sentaron en uno de los estrechos bancos pegados a la pared y saludaron a su pariente romano, sentado enfrente.
—¿Cómo te va cuñado, y a mi dilecto nepote, cómo le va? —Los hipérbatos y la culta y melíflua entonación de Aelio crispaban los templados nervios de Níger. Dovidero, que ignoraba los rudimentos más básicos del latín, se limitó a concentrarse en su propio bienestar, admirando la destreza con que sus amigos manejaban aquella lengua extranjera.
—Siempre eres bienvenido Aelio, nuestra hospitalidad nos obliga —dijo con sarcasmo Níger, en un registro vulgar cuya ululante entonación siempre producía la risa borriqueña de Aelio.
—Vas a tener que dejarme al muchacho un tiempo conmigo en Astúrica —dijo Aelio con ritmo trocaico, mirando divertido a su hosco sobrino—, tal vez con un preceptor adecuado logre desprenderle de su barbarie y formarlo en el cursus militar.
Antes de que Cloudio respondiese, hastiado de las repetitivas bromas de su avunculo, penetraron en la sauna unas mujeres. Una de ellas era una joven de rollizas caderas y abundante cabellera roja que indicaba su pertenencia a la estirpe de los antiguos cazadores. Aelio, sin contención alguna, expresó una serie de obscenidades que dejarían sin habla al lúbrico Catulo de haberlo podido escuchar; el ambiente de la sauna se volvió gélido. Dovidero no sabía qué ocurría, veía a Cloudio rojo de rabia y notaba la gran tensión de Níger.
—Aquí nacemos y morimos. En este espacio sagrado nuestras mujeres dan a luz a nuestros hijos, aquí lavamos y ungimos los cuerpos de nuestros difuntos antes de inhumarlos, y aquí nos purificamos de la inmundicia. Tus palabras son una profanación del cuerpo y del espacio a él consagrado. Tendrás que abandonar el baño, de inmediato —dijo con firmeza el príncipe.
Aelio dejó la sauna contrito, más preocupado de que se le privase también del festín que se estaba cocinando que del efecto que su lujuria incontrolada había producido en aquellos paganos. Los hombres tomaron el baño de vapor, por fin, en paz, y lo completaron en el exterior enjabonándose y vertiendo sobre sí mismos agua fría para enjuagarse, que extraían de la gran pila situada en el atrio. Terminaron de secarse al sol del verano.
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